martes, 14 de julio de 2009
Sobre la necesidad de los lazos y el ponerle nombres a las cosas I
Es tan de noche que el río ya no duda en susurrarnos. Desde el colchón se sienten las ondulaciones que insisten tranquilas en envolvernos. Las patas de la cama resbalan entre verdes y grises. La escalera del patio resignó siete de los trece escalones (suspira helada convirtiéndose en espejo), gana la luna, las reverberaciones, los brillos cegadores quebrándose en la cresta de una ola demasiado pequeña para merecer el rótulo de silábica. Pero nunca te gustaron los ruidos ni el ponerle nombres a las cosas, y la necesidad de los lazos siempre fue más corta que una décima de segundo. De ahí el quiebre con la persistencia acústica y la llegada de los ecos (y también, por qué no, las reverberaciones). Dijiste que esas no eran olas y tenías razón, las diferencias con los mares conocidos eran muchas y además obvias; pero pese a al refugio armado con botellas prestadas y vasos agrietados (fueron los que menos resistieron) no pudimos evitar que nos inunden las palabras. Soy yo quien se la pasa jugando con los nombres, hasta que no queda nada de donde agarrarse. Te nombré, nos nombré pero no nos nombramos. Y así te hiciste parte con el río de destellos tímidos y oscuridad plena. Así los escalones volvieron a quedar libres y yo, náufrago desnudo, amaneciéndote de espaldas.
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