Las decisiones son sin garantías.
Así como suena. Es una frase prestada bastante efectiva (siempre admiré a quienes tienen esa capacidad de síntesis). Las verdaderas decisiones no pueden tener garantía de nada, tienen que hacer llamado a la no existencia de la posibilidad, de la condición o de la permanencia. Una decisión con garantías, asegurada, es mero conformismo narcisita (a riesgo de caer en lo obsesivo), una ilusión de decisión que le permite a uno seguir dudando, mantener la espera y el deseo inalcanzable pero a mano. La decisión es una escisión camuflada con una “d” para distraernos del riesgo, para mantenernos velados, dormidos, insatisfechos sin llegar a estar incómodos.
Ahora bien, no hay que confundirse. La decisión plantea un momento, un intervalo particular que desemboca en el acto o en el no-acto. Y aunque logremos el acto, aún sin garantías, estamos lejos de realizar una hazaña.
Podemos intentar hacer uso de la abstracción (capacidad muy venida a menos) e imaginarnos una cadena de pasos, un camino. Son los mismos pasos de siempre, son iguales y por dejar de ser uno y estar unidos, son distintos. Pero siempre es la misma cadena de pasos, que hasta pareciera no seguir una línea recta, sino más bien, constituir un círculo. La decisión hace dar un paso ambiguo en el que el siguiente define la ruptura (o no) del círculo. Si hay garantías, si existe la seguridad, entonces el paso extiende un poco más la trama del círculo, dando la sensación ilusoria de apertura. El tiempo no cuenta porque es inexistente, pero podemos hacer un nuevo intento de abstracción e imaginarnos el momento siguiente en el que el círculo vuelve a aparecer, volviendo a la insatisfacción (finalmente no tan despreciable) soportable. Esa es una decisión falsa.
La decisión tomada sin garantías conlleva al acto. O casi.
El acto es el momento en el que dejamos de ser para ser otro: distinto y sin vuelta atrás. El acto necesariamente emerge cuando dejamos de pensar (o de hablar). Si hay acto no hay pensamiento, no hay lenguaje en juego y eso necesariamente lleva a no ser. Somos efecto del lenguaje, y si no hay lenguaje sino acto, dejamos de ser un instante, para ser de otra forma. Pero el acto no es una hazaña, por más esfuerzo que lleve. Porque una hazaña es lo que hacen los héroes. Y cuando uno es héroe, lo es por el veredicto con el que lo juzgan los otros. Uno realiza una hazaña cuando todo lo que hace es acorde al deseo de los otros (del Otro). El acto no posee legalidad. El acto es ponerse inmediatamente delante de uno, ahí donde está el deseo. Ahí está la motivación: ir tras el deseo… y alcanzarlo. Alcanzarlo a costa de todo y de todos, romper la legalidad de nuestro universo simbólico y sufrir la angustia consecuente.
Por eso las decisiones nunca son fáciles. Porque lo que está en juego es el deseo de uno. Y uno en las dos posibilidades: como uno mismo o como ese otro. Porque no podemos ser uno sin ese otro que cierra y estabiliza la barrera imaginaria que nos hace decir “yo”.
Claro está que también existe la posibilidad de mirar desafiante al deseo, parado sobre la valentía de la decisión, y luego bajar la mirada y volver al círculo. Pero esta vez, un poquito más insatisfechos.
viernes, 19 de diciembre de 2008
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