Se cruzan de golpe. La calle es oscura, con la magia única que se escapa de los adoquines de las calles de recuerdos, que San Telmo sostiene sin esfuerzo, como a los pasos de la historia.
Los detalles lo inundan todo. Es una noche atípica para los tiempos que corren, y los sueños se quedan casi al ras del suelo, como un vapor denso que no nos deja ver más que lo que quiere el deseo.
Y no son más que dos miradas sorprendidas, puro ojos. Ojos enormes. Ojos inmensos. Ojos que arañan los pocos segundos de encuentro, para conocerse, invitarse y devorarse, cuando solo compartieron unos pasos.
Ella es morocha, desbordante, inmensa; incapaz de terminar de levantar el brazo para acomodarse el flequillo. No puede ni siquiera parpadear. No hay tiempo, noy hay nada. Todo se congela como grabado en un verso que nadie va a leer nunca. Se conmueven los ruidos. Se despliegan los guiños enlazados, que los dibujan los cuerpos que imaginan los sentidos.
El impacto es un nido de sabores robados. Hay manos que empujan a un diálogo improvisado que no va surgir nunca. Hay ecos de vida que se relamen en la hojarasca. Hay cielo. Todo el cielo que necesiten.
Él la descubre. Casi no puede contra el día. Apenas levanta los pies, mientras maldice sin tregua a la inclinación desfavorable de una cuadra empinada, a las baldosas ajadas que son trampas de lluvia, y al no fin de su día de mierda.
Pero la vé. Justo cuando levanta la cabeza para putear al viento.
Ella sigue hermosa. A él se le vuelcan las caricias que nunca van a ir más allá de sus manos. El tiempo que no le alcanza nunca, le regala un guiño pasajero. Son solamente unos segundos. Pero de esos segundos que no terminan de pasar, y se estiran sin quebrarse, como la gotas de agua que se escurren en calma, con un avance precipitado, con una caída serena.
viernes, 18 de julio de 2008
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